Hoy vuelvo a salir
de mi caverna. Hace casi un año desde que la abandoné por última
vez. Mi reclusión no es voluntaria. El tiempo, o, más bien, la
falta de él, es el culpable. Me encanta escribir y en mi mente
escribo todos los días, pero lo de plasmarlo en soporte digital ya
es otra cosa. Como comúnmente se dice, no me da la vida. Entonces,
¿por qué hoy sí he encontrado el tiempo necesario para este post?
Pues porque unos vecinos muy especiales que he tenido el disgusto de
conocer me han obligado a seguir su ejemplo y abandonar mi retiro.
No, no he bebido nada de alcohol, aunque mi discurso pueda parecer
algo inconexo y extraño. Paso a relatar el episodio que he vivido
recientemente y que es el responsable de mi reaparición, porque si
no lo cuento, reviento. Necesito escribir esta historia como
tratamiento de control antilocura y antiangustia. Como dicen que
compartir, es vivir, allá voy.
Era un martes por la
noche como muchos otros martes por la noche de mi vida. Nada apuntaba
a que aquel fuera a ser distinto. Mi marido estaba de viaje de
trabajo, las niñas terminando los deberes y yo ejercía de perfecta
madre que está friendo unos «filetitos»
para sus nenas. Todo en orden. De repente oigo un grito muy excitado
de mi hija pequeña:
—¡Mamá! Hay un
pájaro volando en tu habitación.
—¡¿Qué?! ¿Estás
bromeando, no? ¿Cómo va a haber un pájaro en mi habitación
volando? ¿Por dónde va ha entrado si todo está cerrado?
En ese momento un
grito aterrador sale de la garganta de mi hija mayor.
—¡Aghhhhh! ¡Mamá,
que es verdad! ¡Hay algo volando en tu habitación!
Mi hija pequeña,
con risa nerviosa vuelve a gritarme:
—¡Qué sí, mamá,
que sí! ¡Que hay un pájaro o un «murciégalo»
volando por tu habitación! ¡Ahhhhh!
—¿Cómo que un
murciélago? Sal de la habitación que voy para allá a ver qué es
eso que me estáis contando.
Yo, muy en mi papel
de madre, aparentando una seguridad que estaba muy lejos de sentir
para intentar infundir tranquilidad a mis hijas, me dirigí temblando
por dentro hacia mi habitación. Mi sexto sentido me decía que me
iba a encontrar con un «murciégalo»
como que yo me llamo Nuria. Y como es más que comprensible, me
aterran. Porque que tire la primera piedra el que no siente, cuando
menos, repelús por un murciélago de verdad, que los de Halloween
son muy graciosos, pero son de mentira.
Al llegar dos pasos
antes de la puerta de la habitación, los dos satélites en forma de
hijas que tengo se instalaron a mi espalda estableciendo un escuadrón
casi perfecto. Al asomar mi nariz tímidamente por la puerta pude
comprobar que, efectivamente, mis hijas no bromeaban. Un enorme
ejemplar de «murciégalo»
planeaba por mi habitación. En lo que yo cerré un segundo
los ojos y tragué saliva, pensando «¡Madre
mía!, ¿qué he hecho yo para merecer ésto? ¿Cómo le voy a sacar
de aquí?», el bicho se
colgó de la rejilla del aire acondicionado que está justo encima de
mi cama. Casi muero del asco allí mismo. Sin embargo, me repuse en
un segundo y el alma de periodista que llevo dentro me hizo
reaccionar. Mandé salir a las niñas del cuarto por si el bicharraco
se ponía violento y atacaba. Con tiento, pero sin dudar, me acerqué
a la cama donde, casualmente, se encontraba mi móvil. Muy
cuidadosamente, para no asustarle, le saqué un reportaje fotográfico
con la cámara del iPhone que bien podría figurar en la revista de
National Geographic.
Retrocediendo sin
perderle la vista salí del cuarto y cerré la puerta. En el segundo
que paré para tomar aire se me pasó por la mente la idea de que mi
marido, que había salido aquella mañana de viaje, había sido
víctima de un mordisco de vampiro y que, en realidad aquel
murciélago que había dejado agarrado a la rejilla era mi pobre
marido transformado en «murciégalo».
«mi»
habitación.
Ante aquella idea mi destino y el de mis hijas estaba claro,
estábamos condenadas a convertirnos nosotras también en vampiros.
¡Horror y terror! Deseché aquella visión y me obligué a volver a
la cruda realidad. Corriendo instintivamente fui a buscar la escoba
con la intención de sacarle a escobazos de
—¡Mamá!, ¿qué
haces? —me gritó mi hija mayor.
—¿Cómo que qué
hago? Pues coger la escoba para sacar al bicho ese de casa.
—¡Noooooo! No
hagas eso.
—¿Cómo que no
haga eso? ¿Pues cómo lo saco entonces?
—Mira, he buscado
en internet cómo sacar un murciélago de la casa. Y dice que hay que
abrir una ventana, apagar la luz, cerrar la puerta y esperar a que se
vaya. Que no se les debe dar escobazos porque se ponen nerviosos y
pueden atacar y morder. Y si te muerden y tienen la rabia, estás
perdido, te mueres.
—¡Ah! Pues parece
que el sistema que cuentan en internet es más fácil y mejor que mi
idea de la escoba, sí. Está claro que somos de dos generaciones
diferentes. A mi en este momento lo último que se me ha ocurrido es
consultar internet.
Así pues, armada
con la escoba por si, pese a las recomendaciones del Dios Internet,
la necesitaba, me armé nuevamente de valor y volví a entrar en la
habitación para seguir rigurosamente los consejos del gurú digital.
Cuando salí
temblaba como un pollito porque lograr abrir la ventana a oscuras sin
que me diera un infarto sintiendo que el bicho volaba de un lado a
otro del cuarto dándose mamporrazos con las paredes y los muebles
fue toda una experiencia. Me acordé de Tippi Hedren en Los
Pajáros de Alfred Hitchcock. Me
sentía como ella, había podido experimentar un poquito del terror
que la protagonista vivía en la película.
En ese momento llamó
mi marido desde la otra punta del país y le conté todo lo que
estábamos viviendo en nuestra casa de New Jersey. El pobre no daba
crédito y me preguntó si quería que llamara a la dueña de la casa
para que mandara a alguien a sacar el murciélago de nuestro
dormitorio. Un rotundo sí salió de mi boca porque no estaba nada
convencida de que el truco de internet fuera a funcionar y yo,
sinceramente, no me veía a mi misma como la Juana de Arco de mi
hogar.
A eso de las 10.30
de la noche se presentó en casa la «patrulla
de los caza bats» (en inglés
suena mejor que en español, “patrulla cazamurciélagos” no es lo
mismo ni de lejos). El comando estaba integrado por dobles del
Príncipe de Bel Air y el Sr. Barragán, o lo que es lo mismo, el
dueño de la casa y un «manitas»
que le acompaña fielmente allá donde se necesita cualquier tipo de
reparación, sea de la índole que sea. Sus armas de trabajo eran una
literna y unas cajas de cartón de dimensiones bíblicas. Tras
gastarme la broma de que venían a cazar la cena se encaminaron al
dormitorio. Después de un rato de reconocimiento y búsqueda
llegaron a la conclusión de que el visitante había entendido que no
era bienvenido en aquella morada y se había largado por la ventana.
Parecía que el consejo cibernáutico había triunfado. A mi pregunta
sobre cómo había podido colarse semejante animal en mi casa cuando
todas las ventanas estaban cerradas, se limitaron a encogerse de
hombros y a mostrarse tan asombrados como yo. En ese momento, ni se
me pasó por la cabeza que su aparición hubiese tenido que ver con
el hecho de que esa misma tarde, aquellos dos hombres habían estado
haciendo algunos trabajos que ellos denominaron de «mantenimiento»
en la casa para que luciese lustrosa y hermosa para una posible venta
que llevan persiguiendo semanas. Muy convencidos me dijeron que podía
dormir con tranquilidad en la habitación porque allí no había nada
de nada, pero que, para mi mayor tranquilidad mandarían al día
siguiente a un experto en eliminar bichos de casas a que echara un
vistazo y diera alguna teoría que explicara lo que había ocurrido.
Educadamente les
despedí y, claro está, no dormí en mi habitación. No tenía
ninguna intención de volver a descansar allí hasta que el
profesional del exterminio de bichos visitara la escena del crimen y
me jurara por sus hijos que allí no había ni volvería a ver un
«bat».
A la mañana
siguiente un responsable de control de plagas o el «chico
de los bichos» como son
popularmente conocidos estos profesionales en Estados Unidos, llamó
a mi puerta. Al verle pegué un respingo. Era una especia de Hombre
Lobo en su faceta de humano. No podía ser. ¡Qué cierta es la frase
de «a veces, la realidad
superara la ficción»! Se
encaminó a la habitación tras escuchar pacientemente mi historia
narrada en mi inglés de supervivencia. Allí pasó un rato largo
subiendo y bajando del ático, mirando, buscando. Tras hablar por
teléfono con el dueño de la casa me dio su veredicto. Lo que había
pasado es que la tarde anterior el Príncipe de Bel Air y el Sr.
Barragán habían cerrado varios agujeros del tejado. Uno de ellos
debía corresponder a la entrada por la que los murciélagos entraban
y salían del ático de la casa en busca de alimento. Al encontrar
cerrada su salida habitual, el murciélago había buscado otra salida
hacia el exterior y había encontrado una rejilla inutilizada del
aire acondicionado para salir directo a mi habitación, errando así
su auténtica intención de salir hacia el exterior. El Hombre Lobo
no había encontrado más murciélagos en el desván, pero era
posible que hubiera más porque según me explicó son maestros en el
arte del escondite. La ley de New Jersey prohíbe entre los meses de
mayo y agosto cerrar agujeros por donde los murciélagos puedan
entrar y salir a sus guaridas porque son una especie protegida y en
esas semanas es cuando nacen los murcielaguitos y aprenden a volar.
Por lo tanto durante ese periodo necesitan ser alimentados por sus
progenitores o mueren. Si se echa a los murciélagos adultos, los
bebés no podrían sobrevivir. La situación por tanto quedaba así:
tenían que reabrir el agujero tapado del tejado y estábamos
obligados a convivir en el ático con los murciélagos hasta que el 1
de agosto pudieran poner unas redes para desahuciar a los murciélagos
de nuestro ático. El chico me dijo que iba a colocar una tela
metálica en la que suponía que había sido su rejilla de salida
para evitar que si había más murciélagos hicieran lo mismo que el
de la noche anterior y salieran a mi habitación, Además, me
recomendó que pusiera espejos enfrentados en la habitación por si
estaba equivocado y salían por otra parte, para que se asustaran al
verse reflejados y buscaran huir de allí. En su opinión podía
dormir allí perfectamente aún en el caso de que de que se volviera
a colar alguno porque según me explicó son inofensivos y aunque se
pueden colgar de cualquier parte, ellos van a su rollo y no molestan.
Evidentemente no podía dar crédito a todo aquello que me estaba
contando y, mientras estallaba en una risa nerviosa porque la
situación me superaba, le pregunté si me estaba tomando el pelo.
Amable y compresivo me dijo que no, que, entendía que estuviera
nerviosa, pero que eran los pasos normales a dar, y me repitió que
no se podían saltar la ley.
Agotada di la
conversación por finalizada y cuando por fin me quedé sola decidí
darme una ducha relajante para intentar superar la tensión acumulada
de la noche y la mañana.
Con esmero preparé
la ropa que me iba a poner y la dejé sobre la cama. Aproveché
también a dejar cargando el móvil en la mesilla. La ducha me vino
de maravilla y cuando salí del baño cual Venus de Botticelli
saliendo del mar, desnuda como mi madre me trajo al mundo en busca de
la ropa que había dejado en la cama, mis sentidos me advirtieron que
algo no iba bien y me detuve en seco. En la ventana divisé una
sospechosa mancha negra. Mi miopía me impedía ver con nitidez por
lo que muy despacio volví al cuarto de baño y cogí las gafas que
había dejado allí. Nada más colocarlas en mis ojos la cruda
realidad se confirmó. Allí había un murciélago otra vez. Justo
encima de mi preciado móvil. Me sentí la protagonista de una
película de terror de serie B. Allí, desnuda, vulnerable ante el
murciélago que pronto se convertiría en vampiro, estaba perdida.
Mis días habían llegado a su fin. Reponiéndome del terror que
sentía me acerqué muy lentamente a la cama y me fui vistiendo
igualmente muuuuy despacio. Cuando terminé, tragué saliva y con
mucho cuidado y tiento estiré el brazo hasta la mesilla y desconecté
el móvil del cargador. Ya era mío. Ahora sólo unos metros me
separaban de la puerta y de mi libertad. Sin prisa, paso a paso,
llegué hasta allí. Misión cumplida. El «bat» seguía en la misma
posición, supongo que estaba echado un sueñecito y la criatura ni
se enteró de mi presencia.
Cerré la puerta y,
ya a salvo, llamé a mi marido para contarle con todo lujo de
detalles la terrible experiencia por la que terminaba de pasar. Lo
primero que me preguntó es si era el mismo que la noche anterior.
Ante lo que me pareció la pregunta más estúpida del mundo mi
respuesta fue el resultado de varios minutos de gran tensión
acumulada, es decir, que le eche un bufido monumental y le contesté
que no se me había ocurrido preguntárselo. Horas después caí en
la cuenta que yo también había tenido el mismo pensamiento que mi
marido y que una de las primeras cosas cosas que pasó por mi mente
al salir de aquella ducha fue si el bicho era el mismo que el
visitante de la noche previa. Llegué a la conclusión de que no,
este último me pareció más pequeño.
Con las mismas
volvimos a llamar al Hombre Lobo y le hicimos regresar a cazar al
nuevo inquilino. El profesional de «pest
control» llegó con una caja
más acorde al tamaño de un «bat» que las que la noche anterior
trajeron la «patrulla de los
cazabats», pero el resultado
fue el mismo porque el «bat» había desaparecido otra vez sin dejar
rastro. El Hombre Lobo me aconsejó que dejara la ventana abierta
todo el día y que cuando hubiera anochecido la cerrara. Él estaba
seguro que así saldría de nuestras vidas porque es al anochecer
cuando salen para cazar y era imposible que se resistiera a su
instinto de supervivencia y caza. Además, me aseguró que el sábado
acudiría con su amigo hiperexperto en echar bichos de las casas y
abrirían el agujero y volverían a revisar el ático en busca
murciélagos.
No habían pasado ni
cuatro horas cuando en una incursión al baño de mi habitación en
busca de algodón encontré revoloteando torpemente en el suelo el
tercer murciélago. Huí como alma que lleva el diablo y salí de la
habitación dando un portazo. Decidí no llamar esta vez al Hombre
Lobo y esperar a la noche para ver si la teoría del mozo se
convertía en solución probada.
Efectivamente,
pareció haber dado con la solución y los «bats»
parecía que habían desaparecido en la noche. A la mañana siguiente
disfrazada como el Hombre Invisible cuando se ponía indumentaria
para recobrar su presencia me planté en mi habitación para coger
ropa y cosas que necesitaba de aquella estancia. Leí en internet que
había que cubrirse bien el cuerpo y la cara cuando se estaba en la
misma habitación que los murciélagos por si se ponían nerviosos y
atacaban evitar así una fatal mordedura. Yo seguí sus indicaciones
como una alumna aventajada y, ante la incertidumbre de no saber si el
visitante o visitantes habían salido o permanecían allí
escondidos, me tapé de arriba a abajo con lo que tenía a mano. Una
cazadora de cuero, un gorro de lana, los guantes de la nieve, las
gafas para cortar el césped y que no salten ramitas a los ojos y mi
fiel escoba -que dijera lo que dijera internet no iba a dejar atrás
por si la moscas- formaron mi uniforme de trabajo. Ahora ya lo puedo
confesar, a exagerada no me gana nadie, casi muero de asfixia dentro
de aquel uniforme protector improvisado. Recogí lo más rápidamente
que mi ropaje me dejaba lo que quería y dejé «precintada»
la habitación hasta el regreso de mi marido y la vuelta prometida
del equipo de «pest
control».
Durante dos días no
vi nada, pero sí oí ruidos más que sospechosos procedentes del
ático. Cuando mi marido regresó de su viaje, para comprobar si
había visitantes en nuestra habitación, colocó una cámara de
vídeo en el dormitorio conectada a un sensor de movimiento. Su
condición de ingeniero, a veces, es útil en el hogar, y ésta
parecía una de esas ocasiones. Mientras que él instalaba el invento
yo no paraba de despotricar de los murciélagos y juraba que si algún
ecologista me hablaba de necesidad de proteger a esta especie animal
en concreto me lo iba a cargar sin remilgos. Está claro que el
estrés y la falta de sueño por las largas noches en las que
permanecí en vela haciendo imaginarias por si volvían a aparecer
los terribles animalitos y se instalaban en las habitaciones de mis
hijas habían hecho mella en mi ser. Aquella noche me fui a dormir y
dejé a mi marido ultimando la elección de la música que sonaría
en el caso de que hubiera movimientos en el cuarto. Por unanimidad
con las niñas eligieron una sintonía fantasmagórica.
A la mañana
siguiente se personaron en casa el Hombre Lobo y su amigo súper
experto. Esta vez tampoco podía dejar de alucinar con lo que estaba
viendo. El amigo súper experto era el vivo retrato de una rata hecha
humano, una rata simpática, pero una rata. Como mi marido no estaba
les conduje yo al dormitorio y les conté las últimas novedades de
nuestra aventura para ponerles al día. Nada más entrar en la
habitación saltó el detector de movimiento, claro está. Y el susto
que se pegaron los pobres al oír la macabra musiquilla fue
mayúsculo. Después de explicarles lo que pasaba, mientras yo
hablaba sin parar, la melodía saltó varias veces, básicamente cada
vez que yo gesticulaba en la conversación, y eso fueron muuuuuchas
veces. Creo que no se enteraron mucho de lo que les dije porque les
vi más pendientes de la música tenebrosa que de mi exposición de
hechos.
Mi marido llegó
para darme el relevo mientras yo llevaba a mis hijas a unas clases
extraescolares. Cuando volví el equipo de «pest
control» ya se había ido, y
no lo hizo solo. Resulta que en el ático había un «baby-bat»
que afortunadamente esta vez sí encontró el Hombre Rata. Si no la
llega a encontrar su destino habría sido la muerte por falta de
alimento. Le pregunté a mi marido si había visto a la cría y me
dijo que no, que se limitó a decirles cómo había leído en
internet que se cazaban los murciélagos y se les despegaba del lugar
en el que estaban agarrados si era necesario. Al parecer ninguno de
los dos integrantes del equipo se habían enfrentado nunca a una
situación así y no sabían qué hacer ni se les ocurrió mirar un
tutorial en You Tube de cómo actuar. Según me contó mi marido,
tras un rato de miradas entre los dos para ver quien se decidía a
cogerle, el Hombre Rata se arrancó y siguiendo las indicaciones de
mi esposo rescató a la cría. Tampoco sabían muy bien qué hacer
con ella. Una vez más fue mi marido quien les sugirió que quizás
habría algún centro de adopción de animales huérfanos donde
llevarle puesto que es una especie en extinción. Al oír el consejo
se acordaron de un amigo que trabajaba en un centro así y pusieron
rumbo a él. Nunca sabremos si nos lo dijeron para dejarnos
tranquilos y como muestra de que son fieles cumplidores de la ley
pero en realidad soltaron al «baby-bat»
en cualquier bosquecillo de los muchos que hay o si, por el
contrario, nos dijeron la verdad y le llevaron con su amigo. Como en
la película La vida Pi, prefiero creer la segunda opción
porque he de confesar que al final me solidaricé con la familia de
«bats» destruída y me dan mucha pena. Deduzco que la historia
Disney que se desarrolló en nuestro ático fue la historia de una
familia de «bats» -papá, mamá y bebé- que vivían allí
felizmente hasta que cerraron los agujeros del tejado por los que
salían. Papá y mamá se fueron en busca de un nuevo camino para
salir al exterior y poder así conseguir comida para ellos mismos y
para su retoño que esperaba confortablemente en su nido. Pero un día
no regresaron porque alguien muy malvado les dio con la ventana en
las narices y les impidieron el acceso al interior. Los padres
perdieron a su hijito y su hijo, además de casi morir de hambre, se
quedó huérfano.
Mi marido me contó que fue incapaz de mirar dentro
de la caja por pena hacia el animalito -o ¿sería por asco, y no
me lo quiso reconocer?-. Yo, por mi parte, y pasados los malos
ratos que viví, me he vuelto más comprensiva con los «bats».
Ahora los veo más «humanos»
y ya no quiero matar a ningún ecologista que me intente convencer de
la importancia de protegerlos. Ahora yo me he vuelto ese ecologista,
pero eso sí, que los murciélagos monten su ecosistema fuera de mi
habitación, por favor.
Tira cómica hecha por mi hija.